Ahora
todo estaba claro. La bruja estaba segura que Melsedeph, su sirviente,
la había traicionado. La llama de la candela negra se quemaba crepitando
de arriba hacia abajo y el humo se envolvía en serpentinas espirales
en sentido contrario a las agujas del reloj que se difundían lentamente
entre los miles de recipientes, instrumentos y alambiques de la enorme
sala de alquimia. Había sido narcotizada, no le quedaba la menor
duda. En ese momento la confusión se estaba apoderando de la mente
de Lemyra y hasta le parecía escuchar que se dirigían hacia
allí los pesados pasos del caballero que, después de un
largo viaje, pondría fin a su vida con la espada encantada.
Afuera, en la noche neblinosa que sofocaba la torre derruida, los aullidos
resonaban estridentes. Eran los espíritus de los lobos que la bruja
había condenado al limbo mediante su nigromancia, espectros que
regresaban, en noches como aquella, para atormentarla con su lamento funesto.
Un escalofrío gélido recorría la espalda de la hechicera.
Una idea repentina relampagueó en su mente. A toda prisa agarró
el pequeño espejo de plata con el precioso mango de marfil. Era
un objeto único por su factura y valor que perteneció a
un antiguo archimago que, cientos de años antes, había morado
en aquel rincón perdido de la tierra. La brujería que había
alumbrado aquella joya ya se había esfumado para siempre. Lo que
quedaba, por el contrario —la placa oval de plata bruñida,
incrustada en un cuerno de rinoceronte enano y albino—, conservaba
intacto el poder secular de la Clarividencia y la Verdad.
Lemyra contempló su reflejo en el espejo y, con gran asombro, vio
el de Melsedeph que la miraba. La sonrisa maligna y los habituales párpados
sobre sus grandes ojos del color de la luna llena, le recordaron otra
vez la naturaleza profundamente huraña de aquel ser que la escrutaba
en silencio.
—Yo mismo, hace muchos años, te regalé este espejo
—comenzó Melsedeph con su voz al mismo tiempo gutural y nasal.
—El espejo que ahora interrogas para saber y comprender.
—¡Tú! ¡Hablas, serpiente del infierno! —Lemyra
arrojó el espejo que, increíblemente, como si hubiera sido
de cristal, explotó triturándose en centenares de minúsculos
fragmentos.
—Montas en cólera contra mí —roncó el
sirviente mientras se recogía sobre el antepecho de una ventana
alta y estrecha. —Es natural, Lemyra, no te lo reprocho. Pero sabías
que éste era tu destino y que no podía ser de otra manera.
Enfurecida, la bruja agarró un puñal que estaba al lado
de un montón de patas de gallina cercenadas y se lo lanzó
a Melsedeph. En un pestañeo, emitiendo apenas un gruñido
de fastidio, el sirviente desapareció de la ventana y reapareció
sobre el solio que estaba delante de la chimenea. El pelo negro, brillante
como la noche, estaba ligeramente desordenado, y la cola se movía
sinuosamente oscilando a diestra y siniestra, casi burlándose de
la ira de la vieja.
—El hecho es que yo estoy aquí desde hace miles de años,
ama —retomó Melsedeph, distendido como una esfinge—,
y sé cómo se deben conducirse estos asuntos.
Renunciando a su apoyo, la arrugada hechicera intentó alcanzar
al sirviente con el extremo de su bastón mágico, el mismo
con el que había cabalgado durante las noches de Sabbat y que había
usado para reunir las nubes e invocar los rayos. Sin embargo, ahora estaba
débil y se ponía cada vez peor a medida que escuchaba las
ácidas bromas de aquel pequeño demonio. El bastón
se le escapó de la mano y se deslizó sobre el suelo de piedra
hasta quedar debajo del solio. Melsedeph se limitó a controlar
el recorrido, levitando un instante antándose sobre las patas para
recuperar después su posición inicial.
Lemyra estaba poseída por una fatiga infinita y ahora hablaba acezando,
con susurros:
—Eres... Eres sólo un...
—Un sirviente. Una bestia. Un estúpido animal de compañía,
aunque también mágico —. Melsedeph continuó
la frase interrumpida. —Tal vez es sólo por eso, Lemyra,
o tal vez no. Tal vez, es probable que lo que estoy diciendo pertenezca
a uno de mis muchos sueños, o bien sea la verdad —. El sirviente
se puso más cómodo, las patas anteriores una sobre la otra.
Lemyra comprendió que iba a revelarle el último secreto
y, resignada y exhausta, se dispuso a escuchar sentándose en el
asiento desgastado que estaba junto al solio.
—La leyenda —continuó Melsedeph—, dice que tenemos
nueve vidas. Nueve. En otras regiones, según lo que he escuchado
de mis confidentes, nos atribuyen solo siete. En todo caso, como habrás
comprendido, el número no importa: es sólo una invención.
Las historias, las tradiciones, se pueden imaginar, a veces incluso adivinar.
Pero no se pueden saber
“Mi vida, o tal vez debiera llamarla “existencia” (la
existencia de cada sirviente como yo), es como una larga cadena de la
cual no se ve ni el principio ni el final. Cada eslabón que compone
la cadena es una de las tantas vidas que componen mi existencia, y todas
las vidas, como los eslabones, están estrechamente ligadas entre
sí. Es por esto que, cuando uno de nosotros “muere”,
en poco tiempo es reemplazado por un nuevo sirviente. Ustedes los humanos
creen haber sustituido al fallecido por otro... huésped, por así
decirlo, pero esto es sólo una ilusión. En realidad nuestro
espíritu continúa habitando en la misma casa, pero en un
nuevo cuerpo.
Melsedeph se estiró bostezando, sin un sólo ruido. Las uñas
salieron de las patas clavándose, por un instante, en el madero
del solio. Lemyra, pálida y estupefacta, intentó hablar,
pero Melsedeph se anticipó a ella, aburrido:
—Ahora te preguntas cómo fue posible. Tu sirviente anterior
(aquel que llamabas “el Rojo”) desapareció de esta
torre un día de invierno. Tú te irritaste. Sin embargo,
no te preocupaste ni un segundo sobre lo que le pudo haber pasado. Juraste
a todos los diablos que nunca, nunca más tendrías otro.
Después, una mañana de primavera, me encontraste y me atendiste
bajo un roble sacro. Ya era viejo y te parecía más dócil
y afectuoso que el “Rojo”. ¿Nunca lo hubieras imaginado,
eh? Para nosotros el tiempo no es como el de los hombres. O tal vez es
la misma cosa, aunque ustedes no lo saben. Un gran río que fluye
de los montes al mar. Pero ustedes son simples eslabones solitarios arrojados
a la orilla, mientras la cadena de nuestra existencia se desenvuelve con
miles de giros, hacia adelante y hacia atrás. Es por esto que un
sirviente no teme la muerte. Por esto paseamos despreocupadamente sobre
los techos de las torres. Por este motivo nos encanta contemplar lo que
ustedes llaman “el vacío”. Y dormir y soñar,
sin inquietud por vivir. Por lo tanto, aceptamos comer de sus hongos cuando
no se sienten seguros y le temen al veneno.
—Hoy me llamo Melsedeph, pero en el pasado me llamaste “el
Rojo”. En otro tiempo fui una elegante gata montesa que había
perdido un ojo en una batalla y andaba loca tras las lagartijas de los
muros. Mi amo, un ambiguo nigromante etíope que ocupaba este lugar
antes que tú, me llamaba “Diosa”, porque le recordaba
a Bastet, la diosa egipcia de cuerpo felino. Hace alrededor de doscientos
años viví en los despojos de un aburrido castrado de pelo
gris humo, vago y somnoliento, pero astuto, constantemente alegre y con
muchos amigos. La torre estaba llena de otros como yo que me visitaban
y a veces se quedaban conmigo durante breves periodos. Moko, tan pavoroso
de aspecto como bueno de temperamento, era un hombre simpático
y afable. Muy alto, tenía la piel oscura como un caballo árabe,
los dientes larguísimos y blancos, más afilados que los
míos. Tanto le complacía mi compañía que caminábamos
entre sus alambiques y curioseábamos entre sus filtros y pergaminos.
“Fue en aquella época que Moko, de regreso de un viaje a
oriente, consiguió este espejo mágico con mango de cuerno
de rinoceronte. Me quedó a mí a la hora de su muerte y a
continuación se lo obsequié a todos los humanos que vivieron
conmigo. A ti también, Lamyra, que lo has destruido. Ah, no te
preocupes, no es la primera vez que sucede...
El sirviente sopló repentinamente sobre los fragmentos del espejo.
Miles de corpúsculos de plata y marfil corrieron por el suelo y,
en un relámpago, se reagruparon, reconstruyendo el precioso objeto
mágico que no evidenciaba ninguna lesión.
La bruja intentó hablar, en vano, porque la boca, así como
el resto del cuerpo, estaba neutralizada por la parálisis que le
producía el veneno. Le habría gustado conocer las razones
de aquella traición y, mientras tanto, estrangular el cuello de
Melsedeph.
El sirviente se giró hacia un lado, se lamió la pata y,
dirigiéndose a la hechicera con los grandes ojos amarillentos completamente
abiertos, continuó como si le hubiera leído la mente:
—Sumándolo todo no has sido una ama malvada, no. Un poco
rara, tal vez, y lunática, pero ¿quién no lo es?
A veces, es verdad, me pedías cosas imposibles. Como cuando me
exigiste que capturara para ti una hembra de sapo grávida en la
noche de Todos los Santos. Pero, es cierto, la hechicería es un
arte compleja y a menudo incomprensible. Después de todos estos
años creo conocerla bastante bien. Aunque, para ser sincero, ha
sido mi propia sabiduría mágica la que me ha forzado a envenenarte
y, créeme, no me resulta para nada agradable.
Lemyra, cianótica y asfixiada, cayó rígida sobre
el suelo. Melsedeph la miró por un instante de forma interrogativa,
rotando adelante y atrás una oreja y luego la otra.
—No tuve elección, estimada amiga, no hay mucho por agregar.
Hace tiempo, en esta tierra desolada, habitada sólo por ti y por
mí, presagios inequívocos anunciaban que estaba próximo
el fin de un ser humano por la mano de su semejante. Lo vi en el vuelo
de los pájaros (que, lo sabes, me gusta tanto perseguir), así
como se me había enseñado muchos siglos antes alguien de
quien no recuerdo ni el rostro ni su nombre. Los augurios decretaban que
esta muerte era inminente y yo lo lamentaba. Decidí no comentarte
nada y tramé el modo de leer en profundidad más allá
de la niebla oscura del tiempo. Esperaba encontrar un modo, una vía
de salvación, una esperanza para ti, si hubiera habido una. No
niego, ciertamente, que fui un poco curioso, me conoces. Quería
tener al menos una idea de la persona que, tal vez, te remplazaría
según el vaticinio. En el fondo era mi derecho, ¿no? En
tu ausencia, entonces, consulté el espejo de Moko y vi aquel al
que tú también has visto: el caballero que viene de muy
lejos y que ha atravesado la tierra y el mar para hundir su hierro encantado
en tu viejo cuerpo de bruja y cumplir así una antigua venganza.
Lemyra, tendida en el suelo, tuvo un fuerte sobresalto. Las visiones del
caballero vengador se asociaron en su mente a la consciencia del veneno
fatal que la invadía y a innumerables preguntas sin respuestas.
Dentro de sí invocó los más potentes demonios de
la Oscuridad en un vano intento de escapar a la muerte. Con dificultad
lograba todavía comprender el significado de las palabras del sirviente.
—El espejo, sin embargo —continuó Melsedeph—,
no lo mostraba claramente todo. Lograba verlo hasta el momento en que
un portentoso bayo irrumpía en el piso inferior de la torre. El
caballero con su armadura dorada que desenvainaba la espada forjada con
la magia y se encaminaba hasta aquí, subiendo los peldaños
agotados. Sus pasos metálicos sobre la escalinata que lleva al
Sancta Sanctorum de la vieja nigromante a quién venía a
asesinar. En este punto las visiones del espejo se interrumpían.
Melsedeph se rascó la panza y, con un salto rápido, descendió
del solio. Haciendo serpentear la cola se dirigió hacia Lemyra,
estirada desordenadamente en el suelo. Después se acercó
al rostro tocando rápidamente, sin extraer las uñas, el
riachuelo de saliva blanquecina que le fluía de un lado de la boca
mientras los labios, temblorosos, intentaban en vano articular sonidos
inconexos.
—Interrogué el espejo más veces —continuó
Melsedeph—, y siempre me ofrecía las mismas imágenes.
Hasta que, de repente, un antiguo conocimiento emergió de una de
mis vidas anteriores de sirviente de magos. Recordé que en alguna
parte, en un arcano grimorio —la voz gutural se demoró satisfecha
con el sonido gr de la última palabra—, alguna vez había
leído acerca de un complejo ritual persa para el conocimiento del
porvenir.
Melsedeph había apoyado sus patas anteriores sobre el pecho de
la bruja que agonizaba penosamente, a punto de exhalar el último
suspiro. En uno de los más raros chispazos de consciencia, Lemyra
advirtió que el sirviente se comportaba como si quisiera dominarla,
inmovilizándola bajo la garra de sus extremidades. La hechicera
estaba en ese momento como una presa recién capturada y, como después
de un juego extenuante y cruel, yacía inofensiva.
—Sabíamos —continuó Melsedeph en tono nasal—,
que repetir aquel antiquísimo volumen no sería una tarea
de poco tiempo. Con el transcurso de los años, de hecho, los ocultistas
(incluida tú) han enriquecido la biblioteca con nuevos pergaminos,
volúmenes, rollos y todo cuanto se ha escrito, en los idiomas más
diversos y en la caligrafía más variada, a propósito
de los encantamientos, maleficios y toda clase de hechicerías.
Apelé de nuevo a mi memoria y, gracias a un sortilegio sarraceno
para reencontrar los objetos perdidos, dos horribles jinn en forma de
escorpiones extrajeron por mí, del estante exacto, el libro que
estaba buscando. El antiguo rito que provenía de Badgad fue el
más complicado de cuántos pueda recordar. Debí completar
los sacrificios —en este punto Melsedeph se lamió los bigotes
con expresión satisfecha—, y recubrirme con extraños
atuendos eclesiásticos que me ponían los pelos de punta
—continuó con la cola gruesa y estirada. —Pero poco
importa. Lo importante fue que vi finalmente lo que iba a suceder.
El sirviente, a cuatro patas sobre el tórax de la bruja agonizante,
extendió las orejas. Afuera, en la noche, se abatió un repentino
silencio. Los lamentos de los espíritus de los lobos, hasta ahora
ininterrumpidos y terroríficos, se callaron misteriosamente. Melsedeph
giró de nuevo su mirada hacia los ojos bloqueados, brillantes y
todavía en movimiento de Lemyra.
—En un balde de agua lluvia, recogida la primera luna nueva de la
estación, se me manifestó entonces que el caballero se disponía
a entrar en esta sala de alquimia. Vi que su espada, envuelta por una
oscilación mágica azulada, destrozaba sin dificultad, una
después de la otra, todas las barreras nigrománticas que
habías dispuesto en tu defensa. Además, un corazón
de león debía palpitar bajo aquella armadura, puesto que
el caballero no se arredraba por ninguna impresión de las horrendas
alucinaciones que le quitabas en su contra.
“Me pareció, de esta forma, que esta puerta se abría
completamente y aquel combatiente se te arrojaba a la espalda, con la
espada en alto. Cuando estuve seguro de tu fin reflejado en la visión
del balde, he aquí que te vi (tu imagen, mejor dicho), Lemyra,
lograr una magia que nunca, de lo que puedo recordar, había visto
realizar. Invocaste los ejércitos del infierno y sus generales;
los demonios de las aguas, los aires, la tierra y el fuego; los ocultos
señores de las artes mágicas, los que estaban vivos y las
almas de los que estaban muertos. De tus manos huesudas, mientras recitabas
una letanía en un idioma ignoto, emanó un retículo
de fuego verdoso que atenazó, cerrándose en globo, la figura
del caballero. Contra aquel encantamiento nada se podía, ni siquiera
el arma hechizada de aquel intrépido y, sinceramente hablando,
estimada Lemyra, en este punto, asociado a la sorpresa y al asombro experimentado,
ante tales acontecimientos tuve una indefinible sensación de rechazo
que no logro explicar.
Melsedeph se instaló sobre la bruja, acomodándose. De tanto
en tanto se giraba hacia la pesada puerta de la sala de alquimia.
Mientras la oscuridad comenzaba a descender sobre los ojos abiertos de
Lemyra, el sirviente continuó con su relato:
—Aquel prodigioso fuego verde exfoliaba las armas de tu enemigo.
La espada se fundía, la coraza se evaporaba también, mientras
él intentaba defenderse en vano con la fórmula mágica
que conocía. Aquel que lo hacía debía ser un gran
mago, pero tu arte lo superaba mil veces y lo había doblegado.
Melsedeph se giró nuevamente hacia el umbral. Lemyra parecía
sentir el golpe sordo y lejano de un caballo al galope, pero también
el oído la estaba abandonando, confundido por el zumbido indeterminado
del envenenamiento.
—En ese momento —continuó el sirviente, alargando maliciosamente
una pata sobre la nariz de la bruja—, el caballero quedaba aprisionado
dentro de tu globo mágico. El cimiero terminó de disolverse
y reveló el rostro fatigado de una joven de cabello negro azabache
y triste mirada. Cuando te encontraste con aquellos ojos, Lemyra, comprendiste
repentinamente todo. La hija del noble hechicero que, en tu juventud,
te había instruido en el arte mágica y en los secretos nigrománticos,
y que tú habías traicionado y destrozado, venía a
reclamar la justa venganza por su padre. Era una hechicera también
y, aunque bastante experta, no podía enfrentarse contigo. En ese
momento, postrada y derrotada, imploraba piedad mientras tú, vieja
arpía sin corazón, reías groseramente y preparabas
el golpe de gracia.
Lemyra, casi ciega, sintió que el sirviente descendía del
pecho. El zumbido en la oreja se había incrementado, pero ahora
le parecía que los pasos metálicos resonaban bajo las gradas
de la torre y se escuchaban cada vez más cerca. Los mismos pasos
que con frecuencia imaginaba oír cuando había querido asomarse
sobre los acontecimientos futuros. En todo caso, pensó, ya no tenía
importancia. Lo había comprendido todo y estaba muriendo. Estaba
muriendo.
Aunque sabía que la bruja no podía escucharlo más,
Melsedeph continuó hablando:
—Ante mí, por lo tanto, la ruta del destino se bifurcaba.
Tenía la posibilidad de modificar nuestro futuro y, en verdad,
mi raza es muy hábil en estos asuntos. Como fuera que transcurrieran
las cosas, el equilibrio de este mundo requería una vida. En definitiva,
había leído bien el vuelo de los pájaros. Debía
elegir entre tú y una nueva, joven y dulce huésped de la
torre. Envenenar, por otro lado, no requiere un conocimiento particular
ni una gran habilidad. Trabajé mucho más aquella vez que
me obligaste a jugarle una carrera nocturna por las balaustradas al armadillo,
ese que, ehhh... tampoco era un experto.
Mientras los pasos se acercaban, el sirviente levantó la joroba
en dirección a la puerta. Los pesados cerrojos de bronce se abrieron
deslizándose sobre sus goznes con un chirrido sin que nadie los
tocara.
—Tal vez me consideres un ingrato, Lemyra —dijo Melsedeph,
casi hablando para sí. —Estoy acostumbrado a los juicios
humanos. El hecho es que nunca podrían comprendernos, al menos
hasta que no logren comprender nuestra idea de la hospitalidad.
La puerta se abrió chirriando ruidosamente sobre las antiquísimas
bisagras. Lentamente, con precaución, el caballero de la armadura
dorada atravesó la sala llena de alambiques, hornillos y complicados
instrumentos de la química hermética. La espada, envuelta
rítmicamente por un destello azul celeste, movió ligeramente
el cadáver de la bruja, crepitando y liberando pequeñas
chispas en forma de estrella. Después hundió la punta de
su espada en el viejo cuerpo sin vida. Sacudidos por un último
reflejo nervioso, los horribles dedos nudosos de Lemyra se contraíron
y cerraron en un puño, mientras el metal salía con dificultad
haciendo brotar una sangre densa y negra.
Después de muchísimos años, Melsedeph emitió
un aullido, el mejor aullido de estupor mezclado a la alegría de
la que era capaz. Sin embargo, no estaba muy satisfecho. Podía
hacer algo mejor, se dijo. Se acercó entonces a la pierna de la
noble hechicera guerrera que se había quitado el yelmo, y comenzó
con sus maullidos de alegría. La joven de brillantes cabellos negros
miró al sirviente y le sonrió. La mayor parte ya estaba
hecha, pensó Melsedeph. Con la cola levantada continuó acariciando
el tobillo de la recién llegada hasta que ésta, dirigiéndole
en tono dulce unas frases extranjeras, se inclinó a acariciarlo
y a rascarle el mentón. Melsedeph entonces la miró y le
hizo un gesto para que lo siguiera. Mientras la conducía a la riquísima
biblioteca mágica de la torre, se complacía de sí
mismo y estallaba de alegría. ¡La vida de un sirviente era
así de diversa, llena de experiencias y conocimientos!
Esperaría a que pasara un tiempo y después, como siempre,
actuaría de modo que su nueva compañía humana se
encontrara por casualidad con la fórmula mágica que le daba
a los sirvientes la capacidad de hablar. Luego, con una mayor confianza,
le regalaría el espejo encantado de Moko.
Siglo tras siglo, eslabón tras eslabón, ésta era
la extraordinaria cadena de su vida, pensó Melsedeph trotando hacia
la biblioteca.
La extraordinaria existencia del Señor de la torre.
Traduzione:
Alejandro Ramírez Giraldo (Colombia); editing: Carlos Suchowolski
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