“Los
vagones se desplazaban a una velocidad alucinante, furibunda, flechas
sin contacto sobre los duros rieles. Eran duros, sí que lo eran.
Durísimos. Y fríos. Se podía sentir el frío
del hierro mientras se deslizaba por encima; como si hubiera sido agua,
o sueño.”
El anciano deglutió con dificultad. Tenía la garganta
seca, drenada. Aureliano le llenó otra vez la copa de vino —un
vino rojo anónimo, una botella olvidada en la redacción—,
y esperó.
“Luchábamos contra el sueño. Parecíamos boxeadores
trastornados por los puños que resistíamos hasta el último
asalto. Debíamos permanecer de pie, llegar hasta la última
campana. No debíamos perdernos nada: ni un rayo de luz, ni un
susurro; ni siquiera un crujido...”
“¿Porque era... el final?”, dijo Aureliano.
“Oiga, doctor”, dijo el viejo rápidamente, irritado,
“usted debe escribir su historia, su artículo. Me produce
placer (en el sentido de que no me jode nada... No me jode nada de lo
que usted ni todos los muchachitos como usted puedan pensar). Saque
su... conclusión.”
“Excúseme”, dijo Aureliano. “Excúseme,
de verdad. No pretendía...”
“No”, respondió el viejo chasqueando un sorbo de
vino. “Al contrario, es usted el que debe excusarme. Como si nosotros
(aquellos que tenemos un pie en la tumba, quiero decir) tuviéramos
el derecho de hacer, deshacer e insultar todo y a todos. El respeto.
El respeto. Es la vida la que te lo da, aquello que haces.
Los años no tienen nada qué ver, puesto que a algunos
les pasan por encima, son realmente
impermeables.”
Una larga pausa. Las yemas rugosas de los dedos, áridas, sobre
el borde del vaso. Seguían el círculo del borde adelante
y atrás, con un chirrido agudo de violín atormentado.
“Pero sí”, retomó el anciano. “Quizás
era porque sentíamos el fin. Como un aliento sobre el cuello,
gélido, inevitable. Y entonces nos agarrábamos por cada
migaja (bocado de existencia, con seguridad uno de los últimos)
que no lográbamos ni tragar ni devolver...”
Se secó una línea de sudor en la frente. Aureliano imaginó
que debía estar frío y, sin embargo, sintió, sobre
la punta de los dedos, la membrana sutil de las arrugas adheridas a
los huesos del viejo. Estaba vivo, aquel hombre delante de él,
pero era como si hace tiempo estuviera muerto y sepultado. Bajo el peso
de los recuerdos.
“Algunos rezaban (¡qué fantasía!). Las madres
apretaban sobre el pecho los niños adormecidos —los
niños son los primeros en ceder al sueño y los últimos
en abandonar las ilusiones: ¿nunca lo ha pensado, doctor?”
Aureliano sacudió la cabeza, sin tener el coraje de mirar al
viejo directamente a los ojos, de cruzar su mirada destrozada.
“Una pareja de gitanos húngaros hacía el amor, con
desesperación. ¡Perros, eso eran! ¡Perros en calor!
Si alguno de nosotros se había dado cuento no se atrevía
a hablar, no decía nada. Los mirábamos con odio y con
envidia. Se sacudían en la oscuridad, en un ángulo oscuro
que en algunas partes del trayecto, como golpes de puñal, las
luces de la tarde alrededor del tren cortaban y señalaban rápidamente.
Se lamentaban (oh, sí) y el pobre Jossi, que estaba a un costado
de ellos, se había
encogido sobre sí mismo y se tapaba las orejas.
“‘¡Malditos! ¡Malditos!’, dijo
un hombre que no conocíamos, quizás de un barrio vecino
al nuestro. Lo hicimos callar inmediatamente, con rabia. Él no
comprendía, imprecaba. “¡Vergüenza! ¡Vergüenza!”,
pero todos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, querían
escuchar completamente el placer.
“Duró poco. Con todos aquellos sobresaltos del tren y la
furia que tenía en el cuerpo, el gitano no se demoró.
O más bien se sentía sobre un escenario, en medio de aquella
fosa común de Hebreos amontonados y mansos como terneros que
van al matadero; los gitanos son exhibicionistas...”
Se detuvo. Rodeó el vaso, el fondo de vino polvoriento. Le debía
recordar la sangre, pensó Aureliano.
Aureliano abrió completamente la ventana. Quizás el Ángel
se habría volado por allí mismo.
“De
acuerdo, señor Cohen”, dijo el periodista dirigiéndose
hacia la ventana. “¿Es hora de hablar de Brückner?”
“Ni ahora ni nunca”, se rió burlonamente el viejo.
“A pesar de todo, como dice el Eclesiastés, ‘hay
un tiempo para reír y hay un tiempo para llorar’...”
“Hans
Brückner. Sturmbannführer. El cráneo del SS
era una metáfora de su cabeza. Se levantaba el sombrero y fumaba
cigarrillos largos con una boquilla de plata y marfil, con voluptuosidad.
Parecía el Ángel de la Muerte sentado en un trono. Un
cráneo lúcido, una copa llena de horror pero cerrada,
por encima, con los cabellos blancos a ras. Nadie lograba ver dentro
de aquella copa, afortunadamente. Venenos. Quizás estaba
llena de venenos. Y cuando esté muerto (si el Ángel de
la Muerte puede morir) los venenos, negros, se escurrirán
por la boca y por la nariz. Y por los ojos.
“¿Es un contrasentido?”, continuó Cohen. Aureliano
lo miró interrogativo. “Que el Ángel de la Muerte
pueda morir. ¿Es un contrasentido, según usted?”
“Un
cigarrillo”, dijo el viejo. ¿Tiene un cigarrillo, doctor?”
“No, no fumo. Y tampoco usted, me pare...”
“Tiene razón. ¿Y sabe también por qué?”
“...”
“Bueno, una vez mi esposa dijo: ‘No deberías, y no
lo harás más’. Una mujer autoritaria aquella, sí
señor. Coge el paquete y sacude los cigarrillos por fuera de
la ventana. Corro a detenerla y ella, sádica, me devuelve en
la cara el paquete vacío. Me asomo a la calle. Un trío
de mocosos mastica mis colillas. ‘Tonto’ (es mi esposa,
siempre ella). ‘Míralos. Parecen aquellas ratas llenas
de costillas que se arrastraban junto a ti. Los habrías asesinado
(a todos) por una de esos. Por un cigarrillo solamente. Como
si se hubiera convertido en algo distinto por aquel humo en la boca.
Y en vez de eso la piyama de rayas y la estrella amarilla con el triángulo
rojo... ellos eran todos iguales. Todos iguales.’
“Quería decirme que la vida es preciosa. Que nadie tiene
el derecho de quitártela, ni siquiera tú mismo. Y quería
repetirme que el Campo de Concentración tampoco me había
enseñado nada.”
Aureliano volvió a cerrar la ventana, delicadamente, sin hacer
ruido. “¿Por eso dejaste de fumar?”
“En verdad no me acuerdo de eso”, respondió el viejo.
“Pero en este momento quisiera volver a comenzar. Quisiera convertirme
en una chimenea y ojalá morir de cáncer en los pulmones:
como el Ángel de la Muerte. Como Brückner.”
“El
jefe del campo, del Lagerkommandant, era un asunto político.
Era también el modo de hacer figurar un traslado como una promoción.
Brückner era demasiado malvado, una hiena. Incluso para ellos
mismos. De él se perdió toda huella, no se sabe nada.
Es verdad, no es el primer caso entre los criminales nazis. Nunca fue
procesado. En esto pensamos nosotros. Ojo por ojo, diente por diente.
Pero no lo sé; no sé si fue suficiente...”
“Hans
Brückner había estudiado en Tubinga. ¿Es correcto?”
Aureliano revisó sus apuntes. “Y se especializó
en Berlín. Ginecología, obstetricia (eugenésica).”
El periodista miró al viejo Cohen sin expresión, a la
espera. Estaban acercándose, lentamente.
“Martha casi tenía dieciocho años; los cumplía
en marzo”, retomó el anciano extendiéndose sobre
el espaldar de la silla, sin fijarse en su interlocutor. Los ojos amarillentos
vagaban en una niebla indistinta, lejana. Ofuscados por los rayos de
atrocidad, reapareciendo del caos vaporoso que habitaba dentro de sus
vísceras.
“Estaba en el cuarto o quinto mes, no estoy seguro: lo olvidé.
Lo único que sé es que el profesor Brückner le hizo
una incisión y la abrió en su matadero científico.
Después expuso el útero con el feto adentro, en alcohol,
entre los dormitorios masculinos y femeninos, para que todos, hombres
y mujeres, comprendieran que una subespecie podía hacer de todo,
incluso intentar reproducirse. Pero todo era inútil.”
Silencio. Los ruidos de la redacción, detrás de la puerta
cerrada, eran un trasfondo al cual aferrarse con las uñas para
no despeñarse en la cavidad abismal del pasado. Se abrían,
una después de la otra, debajo de la mesa, entre las patas de
las sillas. Pestañas-heridas que se abrían repentinamente
de par en par, rodeadas de sangre.
“Una
vez se lo dije”, continuó el viejo, levantándose
y arrastrando la silla. “El médico apenas había
pasado por la visita de las 10. ‘Bien, procedamos bien, señor
Kauffmann’, le había susurrado al oído, entre el
ruido de su respiración agonizante. Kauffmann. Se hacía
llamar Kauffmann. Un hijo de puta lleno de ironía. Casi treinta
años de ironía, escondido como un topo gordo y tranquilo
en este ángulo del mundo donde nosotros debíamos recomenzar
todo, como emigrantes.
“Era una mañana llena de sol, aire de perlas derretidas
como a veces sucede también en Buenos Aires. En ese momento se
lo dije. Y lo susurré también. No obstante, me desagradaba
porque no habría respondido: ya no hablaba más en esos
días.
“Cerré suave, muy suave la puerta (obviamente tenía
una habitación para él solo). Un rayo de luz agujereaba
el polvillo, recogido hasta el punto exacto donde las alas se replegaban
y se escondían detrás de la espalda. Las alas del Ángel
de la Muerte, distendidas como un buitre derrotado.
“No dije ni ‘por fin’ ni lo insulté (sin embargo
Dios me habría comprendido). Sólo dos frases: “Esa
era mi hija. Martha era mi hija.”
“El
terror. El terror dentro de sus ojos (aquellas dos piedras grisáceas
incrustadas en la copa del cráneo): esto lo puede escribir, doctor.
El resto no. El resto no. Porque podría no haber ocurrido...”
“¿Qué? ¿Qué no sucedió?”,
preguntó Aureliano sin una gota de saliva, con la lengua que
se le pegaba al paladar.
“Nada. Los trenes lanzados en la noche hacia los campos. La habitación
inundada de sangre donde se deslizaban unas botas negras y guantes de
goma hurgando en los vientres de los judíos. Las duchas. Las
chimeneas de los hornos. El velo de la ceniza de los hijos sobre las
cabezas de los padres.
“Y el SS—Sturmbannführer Hans Brückner
(el señor Kauffmann, más bien) al cual el enfermero
profesional Cohen, a un palmo exacto de la costura del cirujano, inyectó
cuatro jeringas de 50 cc. de solución fisiológica en el
trozo del único pulmón atrófico que le quedaba.
Cuatro intercostales de 50 (preste atención), no una sola de
200.
“Ojos por ojo, diente por diente... No lo sé. No sé
si fue suficiente. De verdad. Esto no lo escriba, doctor. Sólo
estoy seguro de una cosa. Que las alas sobre el hombro, detrás
de la espalda, no estaban. Ya no estaban. Se le habían
caído, sí...”
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