Se
sentaron en la mesita. Una maravillosa tarde de agosto, no demasiado
cálida. Las letras latinas sobre la fachada del Panteón
no significaban nada para ninguno de ellos –pensó Luigia.
Ninguno de ellos, de los cuatro, recordaba algo en aquel momento, aunque
fuera una breve noción tomada de los tantos años pasados
sobre los libros escolares, sobre las traducciones que robaban el tiempo
dedicado a los amigos, a los afectos. Que les robaba el tiempo.
El misterio de la consecutio temporum —sobre eso meditaba
Ettore en ese preciso instante—; coincidencia que también
los pensamientos incurren en juegos de ese género, sólo
que no se sabe ni cómo ni cuándo suceden estas coincidencias,
estas identidades fortuitas entre mente y mente, porque las cabezas
de las personas están cerradas, herméticas.
Aquello que se dice —con palabras— es apenas el soplo del
viento que infla la vela. Y esto es lo que veía Américo,
desde sus anteojos oscuros, mientras enfocaba su mirada en una carabela
distante, lejos de toda la tierra imaginable, de todas las islas que
se pudieran nombrar en una tarde de verano. El océano, todo aquello
que está bajo el casco de la palabra. Esto es importante,
se dijo Américo. Las sílabas son un fragmento de la
viga, desechos del puente después de un naufragio silencioso.
(Probablemente no lo pensó en estos términos, no
pronunció exactamente estas frases en su fuero interno. Américo
era una persona racional, poco inclinada a las visiones y a las imágenes.
Era un tipo pedestre, de aquellos que recuerdan la cara de cada moneda
que tienen en el bolsillo. Nada qué ver, a pesar del nombre,
con las carabelas y los océanos.)
Eran
cuatro personas, se dijo. Lo recuerdo muy bien porque yo era la cuarta,
el personaje que todavía no ha hablado —pensado, más
bien. Recuerdo perfectamente todo, de cómo percibí la
razón de todo aquello que estaba sucediendo, de por qué
fuimos ignorados y de repente nos volvimos transparentes.
O sea que no fue algo repentino; me explico mejor: tal vez nos habíamos
vuelto invisibles varios minutos antes, ya desde el mismo momento en
que habíamos pisado la plaza della Rotonda. Probablemente todo
se inició cuando cada uno de nosotros, a su vez o en conjunto
—no puedo saberlo—, leyó la inscripción latina.
M•AGRIPPA•L•F•COS•TERTIUM•FECIT.
Pero no creo, son sólo deducciones. Es como engañarse
con los encantamientos que esperan, emboscados, dentro de las plazas,
los callejones y las calles, lugares en los cuales pasamos cien veces
y después una vez más —sólo esa vez—
los encantamientos nos saltan a la espalda, nos lanzan trampas, porque
de ese modo es como funciona, son éstas las reglas incomprensibles.
No, no pasó así. Lo que creo es que los mozos del bar,
los transeúntes, los mismos pichones, no nos vieron más;
que desaparecimos, sentados en aquella mesa, por otros motivos. Fueron
las coincidencias de los pensamientos, en resumen. Creo haber descubierto
en este momento otra regla, aunque ignoro si puede servir —o a
alguien le interese— un descubrimiento semejante.
Ettore
me pregunta qué estaba pensando. En el instante de la coincidencia,
si ya había transcurrido ese instante en el cual todas nuestras
mentes estaban evocando la misma idéntica cosa —o sea la
posibilidad de que las ideas de las personas se entrelazaran entre sí,
más allá de las palabras, en el mismo momento. Dije en
voz baja:
“No nos ven. Ahora no nos pueden ver.”
Luigia asintió en silencio. Quizá esto fue una nueva “coincidencia”
—mis ideas y las suyas—; quizás no, no lo había
comprendido.
Ettore me cogió de la mano para hacerme levantar. “Vamos”,
dijo. “Aquí moriremos de sed.”
Cuatro
seres invisibles, transparentes, dejaron una mesa desierta en un bar
repleto de turistas. Se levantaron y, así como llegaron, se marcharon
en medio de la indiferencia general de esos rostros y de los pensamientos
detrás de esos rostros.
Sentí que éramos cuatro crisálidas traslúcidas,
una amalgama de imágenes y palabras no dichas que se alojaban
en los callejones, que se perdían en el reino crepuscular de
las sombras y las luces.
Traduzione
dello scrittore Alejandro Ramírez Giraldo (Colombia)
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